El texto

El texto de la obra TENDRÍAMOS QUE HABER EMPEZADO DE OTRA MANERA, de Javier Liñera, ha sido editado por Esperpento Ediciones dentro de DRAMATURGIA EMERGENTE 2 junto a Laura Gamo y Benjamín Jiménez.

Si quieres, puedes hacerte con un ejemplar:


PROLOGO – por Alberto Conejero

“So much blood in him”

En la primera escena del acto quinto de Macbeth de Shakespeare, poco antes de despeñarse por el acantilado de la locura, Lady Macbeth se pregunta: “¿Quién se habría imaginado que ese viejo tendría tanta sangre dentro?”. Recordé inmediatamente esta línea tras la primera lectura de Tendríamos que haber empezado de otra manera de Javier Liñera. Porque hay en las dos obras, si bien desde poéticas muy distintas, una estupefacción ante la sangre, un asombro del criminal ante el caudal de plasma, plaquetas, glóbulos rojos y blancos que nos recorre que él mismo ha vertido; esa “maldita mancha” que deja la sangre una vez derramada y que difícilmente puede limpiarse de la conciencia.

En la obra de Liñera, la sangre no sólo aparece como testigo del crimen sino además como filiación y herencia, como mensajera de un mandato familiar, recordatorio líquido de que todo hombre y mujer se remonta células arriba a otros hombres y mujeres de cuya herencia quizá no pueda escapar.

[En este punto me permito una recomendación a los lectores de este prólogo: aunque trataré de no desvelar nada de la trama, pido que prosigan la lectura de estas líneas una vez hayan concluido el viaje que propone Javier.]

Así el Hombre 1 tiene como toda herencia la venganza ordenada por su padre moribundo. Ha de vengar el asesinato de su abuelo por culpa de un pleito de tierras.

HOMBRE 1- (Aparece su imagen en la pared de la habitación plastificada) Lo tenía que hacer. Mi padre lo tenía claro: tu abuelo murió a mis pies y lo mató ese hijo puta y ahora te toca a ti matarlo. Yo no he podido, pero tú sí puedes. Tú tienes que hacerlo. Y todo porque mi padre era manco y me decía que así no podía hacer nada, que con un sólo brazo, mal. Yo pensaba que se le pasaría, pero no, mi padre era muy terco y no paraba de repetirlo, de repetirlo, de repetirlo… Ya cuando murió pensé, voy a estar tranquilo. Pero no. Cada noche el manco se me presentaba en sueños y me decía: ¿todavía no le has abierto la cabeza? Nos lo debes. A mí y a tu abuelo. Ye despertaba empapado y le veía a los pies de mi cama. Cerraba los ojos. Y su voz ronca decía: Hijo. Las promesas se cumplen. ¿Por qué tuve que prometérselo en su lecho de muerte? ¿Por qué me perseguía en sueños? Tenía que hacerlo para dejar de tener esas pesadillas y para hacer justicia como él decía: Si él mata, pues se le mata. Así funcionan las cosas. El hijo puta mató a mi abuelo por unas tierras. [Escena VI]

El Hombre I aparece como una suerte de Hamlet pero aún más desnortado y muchísimo más simple, obcecado en el cumplimiento del deseo del padre, pero absolutamente torpe en los pasos para culminar el crimen. Finalmente, y de un modo ridículo, será su compañero, el Hombre 2, quien cometa el asesinato. O al menos eso parece.

Liñera ha optado por la comedia negra, adentrándose en muchos pasajes de la obra en los territorios de lo absurdo con verdadera valentía dado lo aparentemente escabroso del asunto. Esta decisión es además un golpe de timón respecto a su pieza más conocido Barro Rojo. Si en aquel Liñera entregaba un texto poético y de alto voltaje emocional, aquí ha decidido enfrentar la violencia desde los mecanismos de lo cómico.  Quizá porque la ha tenido cerca, demasiado cerca, y porque sabe que el humor es un modo de defenderse ante el horror. Quizá porque al fin y al cabo toda violencia es en su raíz ridícula, innecesaria, trágicamente cómica, disparatada.

Desposeídos de nombre, casi de atributos, el Hombre 1 y 2 están más emparentados con los personajes de Beckett y Ionesco que con aquellos de Mamet o Tarantino. No es casual que ellos no tengan nombre propio mientras que sí lo tiene su casera, Ana. La violencia les ha quitado el sustantivo, los ha convertido en peleles, en mequetrefes, aunque detrás de ese comportamiento simplón tiemblen asustadas dos almas. Es el miedo que hace que los payasos se maquillen la cara y se defiendan del mundo con una nariz roja. Es el pánico de los zapatones agujereados de Vladimir y Estragón.

El Hombre 1 y el Hombre 2 podrían ser incluso la escisión de un mismo individuo, las dos mitades de un alma desgajada. Caín y Abel grotescos, partners in crime, aunque por su torpeza y sus antonimias remitan también a El Gordo y El Flaco y a algunos de los malhechores de poca monta que pueblan las obras de Joe Orton.  Como en muchos de los textos del británico la relación entre los dos compinches no termina de cerrarse. En algunos pasajes parecen colegas de toda la vida mientras que en otros asoma cierto deseo homoerótico no asumido.

Los dos tienen, como indica el dramatis, una relación compleja con la muerte, ya sea por atracción o repulsión. Alquilan el piso de un hombre que acaba de fallecer para preparar el asesinato de otro anciano. El inmueble tiene algo de casa encantada bajo la Ley de la Propiedad Horizontal. Menos metros cuadrados y más triste. Recuerda a los espacios siniestros de Neville. Pero una y otra vez el autor nos recuerda que el crimen es ridículo, chapucero, diríase incluso que castizo.

HOMBRE 2- Ahora tienes que abrirle en canal y sacar las vísceras y meter todo en las neveras. ¡Ten cuidado con el intestino! Si se rompe es asqueroso. (Silencio) Este pan es de la panadería seguro. El del super es peor. Mucho peor. ¡Y qué bueno está el lomo! ¡Cómo me gustan los embutidos! En casa limpiaba las tripas del cerdo con mi madre. Me encantaba prepararlo todo para los chorizos. ¡Qué rico está el chorizo! ¡Y las morcillas! ¡Y la txistorra! ¡Y las longanizas! ¡El salchichón! ¡El jamón! ¡Las chuletas! Es que todo lo que sale del cerdo está buenísimo. [Escena IV]

A lo Valle-Inclán. Liñera pasa por un espejo cóncavo un crimen familiar para devolverlo grotesco, deformado, y por tanto más nuestro. Los diálogos así pasan de lo sanguinolento a lo cotidiano, de lo sublime a lo ridículo sin solución de continuidad. No es casual la referencia a Goya y su Duelo a garrotazos en una de las acotaciones. Nuestro esperpento viene de lejos y cumplimos con terrible periodicidad eso de molernos a palos hasta terminarnos.

Hay algo en el giro final sobre la condición del finado que parece de carambola. Pero es que la vida no sabe de géneros ni de ordenaciones y muchas veces es más inverosímil e improbable que una trama causal y lógica. La casualidad y lo inesperado forman parte elemental de lo trágico y nos recuerda nuestra condición de peleles.

El monólogo final de Ana, la casera, nos prepara para devolvernos ante nuestra terrible normalidad. Abandonamos el teatro para salir de nuevo a la sociedad del espectáculo. Ésta en la que los crímenes se convierten inmediatamente en carnaza para los carroñeros de los programas “de entretenimiento”.  Tan ridícula, tan grotesca, tan nuestra, tan dolorosa.  Así es Tendríamos que haber empezado de otra manera.